{ Dicen que cada molécula de nuestro cuerpo perteneció alguna vez a una estrella. Quizá no me esté yendo. Quizá este volviendo a casa. }

Gattaca.

Aunque esta vez si no respiro es por no ahogarme



14.9.13

Uno, dos, tres.



El polvo de la casa se quedaba suspendido en los rizos naranjas del chico tumbado en el suelo que se dedicaba a jugar con los tablones de madera y a soplar las astillas que se le quedaban atrapadas entre los dedos. En el sillón de la esquina, tapizado con una tela de flores estampadas carcomida por el tiempo y la dejadez, se encontraba otro chico rubio, tumbado sobre los reposabrazos y tejiendo una red de tallos de margaritas entre sus dedos. La habitación se encontraba en tan silencio que prácticamente se podían escuchar las respiraciones sincronizadas de ambos individuos. Ninguno de los dos hablaba, ambos se limitaban a esperar, cada uno a su manera. El rubio se entretenía con suspiros exasperados y una paciencia que chasqueaba los dedos cada dos por tres, mientras el pelirrojo se dejaba caer de la misma forma que las motas de polvo que les rodeaban.

En realidad no articulaban palabra porque ninguno quería hablar primero. No se atrevían a romper el silencio porque eso solamente significaba acordarse de a qué estaban esperando y de lo mal que estaba la situación. Porque quizá para Hester no fuese tan mal plan rondar por las calles de aquella ciudad como si fuese la dueña y señora de sus escombros, pero ellos dos estaban allí esperando a alguien que en realidad sabían que no volvería y aguantaban los latidos con el inútil deseo de que el tiempo se parase durante unas horas.

—Oye, Mario —dijo al fin el rubio después de desperezarse y hacer rechinar sus huesos contra el respaldo del sillón con un crujir de incomodidad.

—¿Huh? —las astillas de los dedos del paliducho de los rizos naranjas volaron al instante en dirección opuesta, impulsadas por el aire que se colaba entre sus dientes en una  pregunta muda.

—¿Por qué te llaman Joschka?

—Es mi nombre —ni se dignó a levantar la cabeza, no porque no considerase la pregunta o a su interlocutor importante, sino porque en el tiempo que llevaban allí habían establecido esa rutina de silencios y gestos invisibles. Cada uno sabía exactamente qué hacía el otro sin necesidad alguna de mirarle mientras hablaban. Acompasaban sus respiraciones y entrelazaban sus latidos como si de un viejo matrimonio se tratase. A pesar de que llevasen solamente horas conociéndose.

—¿Y Mario?

—También lo es —hablar no era molesto. Lo molesto era estar esperando y ayudar con las palabras a que la realidad les pegase de lleno en la cara.

—¿No es alemán? Tú no eres alemán.

—No.

—Y te llamas Mario —las flores que cosía el rubio entre sus dedos bien podrían haber tomado la forma de unos guantes a esas alturas.

—Lo sé. ¿A dónde quieres llegar a parar? —pero su tono no era recriminatorio. El polvo que le acompañaba le indicaba al chico de las flores que denotaba curiosidad.

—¿Y tu apellido? Orz… Orw…

—Orzechowski.

—¿De dónde es?

—Polaco. Como yo.

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