Me gustaría decir que no recuerdo aquella noche. Que yo no
estaba allí. Me gustaría gritar que yo ya era un fantasma antes de llegar a
vuestro hogar. Pero en aquel momento solamente me gustaba observar.
En el campamento no estalló el ajetreo porque no había un
porqué. Todos sabían que erais demasiado pocos, que era demasiado fácil, que
era demasiado simple. (¿Qué era? ¿Qué es?). Vosotros mismos lo decíais: algo
simple y rutinario. Sabíais muy bien lo que había que hacer y eso casi me
arrancaba una sonrisa de los labios a la fuerza. Se os veía tan seguros y tan
frágiles con vuestras botellas de agua con la etiqueta rasgada y vuestros botes
de espaguetis con tomate que sonaban a premio y auguraban una buena operación.
Ni siquiera necesitabais esa aura mágica que os daban las hogueras nocturnas y
los recitales de poesía que os permitían viajar a casa. Porque sabíais muy bien
dónde estaba vuestra casa. Había un hogar y aquel hogar estaba entre camisas
verde militar, costillas y chapas de metal.
Teníais el pelo largo y nadie se había molestado en poner
orden. También teníais la sonrisa del veterano y más de un año en la línea de
fuego. Lo que no se veía era que teníais en la espalda las cicatrices del polvo
y las vértebras marcadas, la sonrisa cansada y las ojeras rotas. Pero erais,
seguíais siendo.
Aquella tarde estabais todos muy ocupados. Podía seguir
vuestros movimientos atareados yendo de un lado a otro del campamento. En la
distancia se distinguían algunas siluetas desdibujadas practicando en la pista
de tiro, apostillados ante las casetas algunos de vosotros limpiabais el equipo
mientras tarareabais melodías que sonaban a romper el caramelo con una cuchara
o a caja de recuerdos antigua. Incluso pasasteis las últimas horas revisando un
plano sucio que os dejaba tierra roja en las manos y os manchaba la cara,
cerciorándoos de que quedaba clara la estrategia. Después os permitisteis unos
minutos de alivio y unas risas nerviosas, que decayeron en cajas de galletas
saladas vacías y una acalorada discusión amistosa. La noche se abalanzaba sobre
vuestras cabezas y os cubría como un manto despiadado, pero vosotros parecíais
no percataros de que la oscuridad llegaba y seguíais hablando. Poco a poco podía
ver como os retirabais a descansar, preparados para la operación que podíais
sentir en las yemas de los dedos. No estabais nerviosos y hasta el último cabo
lo sabía, hasta la última estrella lo presentía. Erais demasiado
perfeccionistas como para dejar que os atenazase el miedo la víspera de una
misión que, a pesar de su simplicidad, seguía siendo vuestro trabajo. Sin
embargo, todos lucíais una sonrisa aquella noche.
Todos menos el francés. Él estaba demasiado ocupado
venciendo al insomnio, como cada noche antes de una operación, que casi me
perdí el brillo metálico de la linterna contra sus ojos cuando hablaba palabras
que me sonaban mudas con aquel soldado de rizos oscuros. No, el francés no
sonreía.
Nadie se iba a dormir realmente en el campamento, pero
después de unas horas de descanso considerasteis apropiado calificar aquella
hora como la mañana siguiente. Así que os vestíais con capas y capas de equipo
y os dejabais caer por el comedor con semblante calculador y una media sonrisa
escondida entre los pliegues de la ropa. Hablabais un poco con los altos
cargos, ultimabais los detalles, lo dejabais todo preparado con la conciencia
del trabajo bien hecho y del deber. Estabais allí por algo. Pero no paraban de
repetiros que aquello era algo rutinario y que tendríais el apoyo detrás, así
que cinco minutos antes de montaros en los jeeps tampoco estabais
nerviosos. Nada podía pasar cuando Kumi conducía y Babyface os contaba
historias llenas de pecas ahogadas por el rugido de la goma contra la tierra
del camino.
El silencio os sellaba los labios cuando llegasteis al
distrito vacío que debíais tomar. Comprobasteis el equipo, las radios, las
espaldas y, cuando tuvisteis el visto bueno, avanzasteis con paso firme y las
armas en ristre, dejándoos la columna contra las paredes y recibiendo
instrucciones a través de una voz entrecortada. El almacén al que intentabais
llegar estaba bastante lejos y no os quedaba otra que ir a pie pero, con los
músculos en tensión y el sol tostándoos la piel, avanzabais con seguridad.
Hasta que un estallido y un pitido continuo saliendo de las radios os hizo
deteneros en seco, mientras os cubríais como os habían enseñado mucho tiempo
atrás y aguantabais la respiración. No se escuchaba nada más que el zumbido de
la estática saliendo de los aparatos y os visteis obligados a avanzar más.
Intercambio de miradas; verde contra azul contra gris contra marrón. Todas
ellas reflejaban conocimiento, la seguridad de lo que había que hacer en esos
casos. Pero seguíais teniendo dos opciones sobre la mesa: deshacer el camino o
acatar las órdenes y pensar solamente en vuestro objetivo. Todos vosotros
estabais preparados para aquello.
Lo que no sabíais era que estabais perdidos. Que el
escuadrón de apoyo se encontraba en una encrucijada, que vuestros siete fantasmas
estaban en el punto de mira. ¿Cómo ibais a saberlo si estabais demasiado
ocupados haciendo vuestro trabajo? Así que avanzasteis sin añadirle demasiado
dramatismo a la escena que se había torcido de la peor manera y os quedasteis
contra los escombros de un edificio traficando con palabras clave y silencios
sordos. El almacén, fuera de vuestro campo de visión. Sombras al otro lado y un
juego de niños para ver quién salía primero. Y la que lo hizo resultó ser una
silueta femenina de ropas claras y pelo oscuro que llevaba con ella un paquete,
arropado cual niño entre sus brazos, rompiéndose los pulmones en algo que
parecía un lamento y una desesperada llamada de ayuda a partes iguales. Y, de
nuevo, todos supisteis enseguida qué había qué hacer, solo que esa vez se
reflejaba el miedo en vuestros ojos de niños. Chavirer fue el que dio el primer
paso hasta alcanzar el lado contrario sin que le alcanzasen las balas que
realmente no fueron disparadas. Os mirabais entre vosotros buscando la unánime aprobación.
Un rifle en ristre, una presión demasiado firme en el gatillo, un cuerpo
cayendo al suelo con un ruido seco al tiempo que el artefacto a punto de
estallar se hundía en una zanja. Al tiempo que seis de vosotros corríais a
reuniros con el rubio de mirada plateada. Al tiempo que todo parecía saltar por
los aires desde dentro y el suelo se levantaba y el cielo se volvía rojo y
salíais despedidos hacia las alturas y creíais que podíais volar y decíais
adiós al mundo como pájaros.
Me gustaría no recordar vuestros cuerpos enterrados entre
los escombros. A veces incluso me gustaría haber podido echar a volar con
vosotros.
Me sentí tan identificada, como si fuera yo misma la que viví ello. Gracias por los recuerdos :)
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