No era fácil encontrar a
Florent cuando la ciudad entera le pertenecía. Si uno se fijaba bien, podía
hacerse una idea sobre su ruta habitual por las callejuelas de París, señalar
en un mapa de metros en qué paradas se solía guarecer y trazar un dibujo con
los parques en los que se le podía ver colgándose de los bancos de buena
mañana. Pero eso no garantizaba nada, porque el dueño de la ciudad tenía un
gran lienzo para él solo, un libro en blanco en el que dejarse caer sin prestar
atención a rutinas ni horarios. Además, los días de frío complicaban las cosas,
pues su melena pelirroja estaba oculta bajo la capucha de su sudadera y apagaba
la llama de sus cabellos, haciendo mucho más difícil su identificación.
Pero aquel día en
concreto, o Alain se sentía muy optimista o estaba convencido de que podía
encontrar al joven poeta si se lo proponía. Caminaba con precaución, rodeando
los lugares por los que Florent solía rondar, alejándose de las calles
concurridas, acercándose cada vez más al Sena, que le arrancaba brillos
plateados al cielo cubierto de neblina. Y entonces lo vio, la capucha roja
sobre las orejas, el cuerpo aovillado encima del muro de piedra que separaba el
paseo del río, un amasijo de colores que desentonaban, de tela ancha, de flores
estampadas, de capas y capas, que daba la impresión de que llevaba puesta toda
la ropa que tenía. Alain no pudo evitar una sonrisa amarga, dándose cuenta de
que seguramente estaría en lo cierto. Pero se obligó a borrar aquel pensamiento
de su mente y acercarse al chico que acababa de terminar una conversación con
un par de transeúntes que daban la sensación de ser extranjeros.
—Al fin te encuentro —dijo
a su espalda, con las manos en los bolsillos de la cazadora y un amago de sonrisa
enterrado en la bufanda gris. Jamás lo admitiría, pero no sabía que decir. Las
ideas se le atascaban en la garganta y las palabras se le enredaban en la
lengua.
Florent alzó la cabeza,
esbozando una gran sonrisa al tiempo que los mechones anaranjados le cubrían
los ojos. Su mirada brillaba con un destello color avellana enturbiado por el
reflejo de las nubes grises, enmarcada por enormes ojeras y pinceladas rojas
bajo los párpados. No se molestó en retirarse el pelo.
—Oh, ¿así que estabas
buscándome? ¿O ha sido Chloé la que te ha pedido que vinieses? —en realidad
sabía que su amiga no haría algo así. Ni Chloé, ni los gemelos, ni Francis. Pero
le gustaba hacer rabiar al mundo en general y a Alain en particular. Se lo
debía. Florent no era alguien especialmente rencoroso y solía dejar pasar las
cosas con una facilidad increíble, pero suponía que estaba en su derecho de
darse el capricho de ver a Alain Louviere frunciendo el ceño con preocupación y
apretando los dientes mientras seguía con los hombros rígidos y las vértebras
tensas.
—Oh, yo… Bueno,
desapareciste completamente, así que pensé que quizá te apetecía pasar un rato
en compañía en un día así de frío. He traído comida, ¿te apetece hacer un
picnic? —dijo atropelladamente al tiempo que levantaba la mano en la que
llevaba una bolsa con el logotipo de alguna tienda asiática estampado en el
plástico y varios paquetes dentro. A Alain, el de las palabras frías y la mente
clara, el que nunca dejaba nada en el fondo de su garganta, el amante de las
musas, se le había ido la voz. Porque podía ser muy bueno a la hora de
dirigirse a los demás, pero siempre si estaba en su terreno. Si algo sacudía su
mundo, se veía sin puntos de apoyo y su armadura caía. Algo así le pasaba con
Florent ahora que se había descubierto en una situación con la que no había
lidiado jamás. Y tampoco sabía muy bien como sentirse al respecto. Parte de él
quería enfadarse con él, hervía con rabia, deseaba obligarle a aceptar su ayuda
porque, simplemente, eso no estaba bien y tenía que dejar que le ayudase. Y
Alain siempre hacía lo correcto y necesitaba solucionar las cosas, aunque le
llevasen la contraria. Pero en aquel momento sabía que debía dejarlo estar, que
debía respetar a Florent porque, simplemente, él se lo había pedido.
Desde su posición sobre la
piedra blanca, todavía con las rodillas pegadas al pecho, frotándose la tela
del pantalón con las manos desprotegidas e intentando ocultar el temblor de sus
hombros, el pelirrojo alzó una ceja con una mueca de burla en su rostro.
—¿Me has traído comida
china? —no pudo evitar reír, pero sonaba cansado y roto por dentro. Alain pudo
llegar a escuchar sus pedazos tintineando entre su risa. Pronto su expresión se
ensombreció—. De verdad, Louviere, no hace falta. Estoy bien. No tienes que
hacer nada por mí. En serio.
Alain también se puso un
poco más serio, apretando los dientes, frunciendo ligeramente el ceño. Pero
Florent estaba demasiado cansado de hacerle entrar en razón, tanto que estaba
empezando a desear que le dejase tranquilo, a pesar de que no le desagradase especialmente
su espesa compañía.
—Ya lo sé, solamente me
apetecía hacer algo así. ¿Es que ahora uno no puede invitar a comer a un amigo?
—¿Amigo? ¿Me he perdido
algo? —Florent sonaba relajado, como si intentase quitarle importancia al
asunto. No quería que se preocupasen por él de aquella forma, no quería dar
pena—. Por favor, deja de comportarte así. No quiero que seas bueno conmigo
porque te doy pena —después de tanto tiempo, aquello era lo que peor llevaba
Florent. Después de la desesperación inicial, se había dado cuenta de que no
quería la piedad de nadie. Todo el mundo le trataba de forma diferente en
cuanto conocían su condición, como si no pudiesen ver más allá de la sombra de
cachorro abandonado, como si toda su vida girase en torno a ello. Eso era lo
que Florent había acabado por no soportar de tal forma que había construido un
muro entorno a sí mismo, impidiendo que todo gesto amable le traspasase—. No lo
hagas peor, ¿de acuerdo?
—Florent, al contrario de
lo que pueda parecer, no te odio —el pelirrojo tuvo que aceptar la sinceridad
que había en las palabras de Alain—. Ni siquiera me caes mal. Que hayamos
tenido nuestras diferencias no significa que tengamos que llevarnos mal. No lo
hago por ti. Lo hago por nosotros.
—Vale, vale, caballero de
brillante armadura, supongo que tendré que aceptar tu oferta —aunque sonaba
animado, en los ojos de Florent todavía brillaba la duda. No acababa de creer
en la palabra de Alain, pero no quería darle más vueltas al asunto, y sabía muy
bien que el moreno no iba a darse por vencido hasta que aceptase su invitación.
Así que, con un gesto, le indicó que se sentase con él sobre el muro, con los
pies colgando hacia el Sena, guiñándole un ojo castaño y dejándole enseñarle lo
que le había traído. El pelirrojo cerró los ojos, dejando caer los párpados por
un momento, ocultando con sus pestañas las ojeras violetas que Alain había
ignorado educadamente. Porque había algo más. Podía sonreír todo lo que
quisiera, podía quitarle importancia, pero Florent estaba estremecedoramente
cansado. Florent se rompía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¿Te dejas caer?
(Has de saber que tus comentarios no serán censurados, lo que pasa es que de esa forma me entero de que tengo comentarios. Nunca ha sido eliminado ninguno, así que no te preocupes, la moderación solo sirve para que mi cabeza despistada no se pierda nada.)