{ Dicen que cada molécula de nuestro cuerpo perteneció alguna vez a una estrella. Quizá no me esté yendo. Quizá este volviendo a casa. }

Gattaca.

Aunque esta vez si no respiro es por no ahogarme



11.11.12

Martes por la mañana



  Mentiría si dijese que la marcha de Ira no me afectó. Mentiría también si no aceptara que me pasé toda la noche pensando en eso. Pero fue la primera vez que no tuve pesadillas. Parecía que el chico de los lunes se las había llevado con él a donde fuera que se marchase. Estaba tan desconcertado con aquel hecho que ya no me acordaba de quién venía aquel día. No cabe decir que cuando Avaricia entró por la puerta me sorprendí, quizá algo exageradamente. Y no era una sorpresa grata un día así. Venía siempre a la misma hora, sin dejar que ni un furtivo segundo se le adelantase, impidiendo así que dedicase la bonita mañana de los martes trazando planes para robar las plumas de las almohadas de todos los pacientes y así poder fabricarme unas alas de verdad, como el chico-pájaro de aquel libro. A veces deseaba que mi destino fuese igual que el suyo, convirtiéndome en ave al completo por fin para lanzarme a volar desde la azotea del hospital. Pero Avaricia me decía que era imposible, porque no iba a despertar, y yo le creía, me tragaba sus palabras como jarabe amargo y callaba porque no podía hacer nada más.


  A las once y media exactas el sonido de unos zapatos buenos, de cuero quizá, o de excéntrico charol, fue en aumento a medida que éstos se acercaban a la puerta de mi habitación. Si hubiese podido suspirar de resignación, lo habría hecho sin dudar, bien alto, en clave de fa, para que le quedase claro que su presencia no era bien recibida allí. Sus visitas a veces me aplastaban más que mi propia jaula. Pero nunca debería haber olvidado que Avaricia era como todos los demás. Siempre iguales, siempre aburridos, siempre enterrados. Y pobres. Pobres de los que se creían héroes, pobres de los verdaderos héroes que se creían villanos. Pobres. Pobres de aquellos que llevaban vendas en los ojos, tan viejas, pero tan viejas que se caían a pedazos, aunque no quisieran quitárselas. Pobres. Y pobre de mí. Sí, pobre.



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