Los domingos eran días de gran ajetreo en el
hospital. Visitantes que aprovechaban un día libre para visitar a sus
familiares, pacientes que agotaban el último hálito de aire libre hasta volver
a recluirse entre alcohol y sábanas, un ir y venir mayor del habitual que
dejaba a su paso habitaciones hinchadas de calor y caras largas reflejadas en
los azulejos del suelo.
Pero,
a pesar de todo el movimiento que cosquilleaba las entrañas del edificio y los
globos que había por doquier semana sí, semana también, los domingos me
resultaban terriblemente aburridos. Las horas pasaban sin más y todo el mundo
estaba demasiado ocupado como para dedicarme unos segundos de su preciado
tiempo. Aunque, en realidad, los domingos eran aburridos hasta que llegaba
ella.
Lujuria
llegaba por la tarde, cuando el ambiente se serenaba un poco, con aquellas
gafas de corazón colgando sobre su nariz y una piruleta en los labios. A veces
era de fresa, otras de limón. Ese domingo en especial, había cambiado por una
de manzana. Siempre seguía el mismo ritual cuando llegaba a mi habitación, así
que aquella tarde no iba a variar por nada del mundo. Se quitaba la chaqueta,
que nunca era suya, la dejaba sobre mi cama, pero ni tocaba las sábanas, y
acercaba la silla hasta el borde para sentarse con las piernas cruzadas sobre
el reposabrazos justo antes de clavar sus ojos en mí. Todo ello sin quitarse
las gafas. Después pasaban unos minutos hasta que decidiese que era digno de
escuchar lo que pudiesen decir con los labios tan rojos y la lengua tan larga.
Pero no la culpaba por ello, al menos venía a saludarme. Ella decía que venía
esas tardes porque eran las únicas que tenía disponibles, pero yo, a pesar de
mi letargo, sabía más. Sabía aquello que no se atrevía a decir, pero que
gritaba a voces. Venía las tardes de domingo porque era el día de de después.
De después de la fiesta, el baile, la juerga y los corazones rotos. Y es que a
Lujuria se le rompía el corazón cada dos por tres. Lo tenía pegado con el mismo
celofán de siempre, por eso se derrumbaba cada noche de sábado al mínimo roce.
Incluso llegaba a escuchar el tintineo de los pedacitos de cristal de su pecho
que temblaban cuando se sentaba de aquella manera junto a mí, pensativa. Por eso
las chaquetas de otros dueños, por eso las gafas oscuras. Lujuria tenía miedo
de que me enterase de su secreto y aún así venía a verme. Qué triste se pondría Lujuria si supiese que ya me lo había contado todo.
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