{ Dicen que cada molécula de nuestro cuerpo perteneció alguna vez a una estrella. Quizá no me esté yendo. Quizá este volviendo a casa. }

Gattaca.

Aunque esta vez si no respiro es por no ahogarme



14.10.12

Domingo por la tarde



Los domingos eran días de gran ajetreo en el hospital. Visitantes que aprovechaban un día libre para visitar a sus familiares, pacientes que agotaban el último hálito de aire libre hasta volver a recluirse entre alcohol y sábanas, un ir y venir mayor del habitual que dejaba a su paso habitaciones hinchadas de calor y caras largas reflejadas en los azulejos del suelo.

   Pero, a pesar de todo el movimiento que cosquilleaba las entrañas del edificio y los globos que había por doquier semana sí, semana también, los domingos me resultaban terriblemente aburridos. Las horas pasaban sin más y todo el mundo estaba demasiado ocupado como para dedicarme unos segundos de su preciado tiempo. Aunque, en realidad, los domingos eran aburridos hasta que llegaba ella.

   Lujuria llegaba por la tarde, cuando el ambiente se serenaba un poco, con aquellas gafas de corazón colgando sobre su nariz y una piruleta en los labios. A veces era de fresa, otras de limón. Ese domingo en especial, había cambiado por una de manzana. Siempre seguía el mismo ritual cuando llegaba a mi habitación, así que aquella tarde no iba a variar por nada del mundo. Se quitaba la chaqueta, que nunca era suya, la dejaba sobre mi cama, pero ni tocaba las sábanas, y acercaba la silla hasta el borde para sentarse con las piernas cruzadas sobre el reposabrazos justo antes de clavar sus ojos en mí. Todo ello sin quitarse las gafas. Después pasaban unos minutos hasta que decidiese que era digno de escuchar lo que pudiesen decir con los labios tan rojos y la lengua tan larga. Pero no la culpaba por ello, al menos venía a saludarme. Ella decía que venía esas tardes porque eran las únicas que tenía disponibles, pero yo, a pesar de mi letargo, sabía más. Sabía aquello que no se atrevía a decir, pero que gritaba a voces. Venía las tardes de domingo porque era el día de de después. De después de la fiesta, el baile, la juerga y los corazones rotos. Y es que a Lujuria se le rompía el corazón cada dos por tres. Lo tenía pegado con el mismo celofán de siempre, por eso se derrumbaba cada noche de sábado al mínimo roce. Incluso llegaba a escuchar el tintineo de los pedacitos de cristal de su pecho que temblaban cuando se sentaba de aquella manera junto a mí, pensativa. Por eso las chaquetas de otros dueños, por eso las gafas oscuras. Lujuria tenía miedo de que me enterase de su secreto y aún así venía a verme. Qué triste se pondría Lujuria si supiese que ya me lo había contado todo.

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