Aquella noche las aguas
del Sena tenían reflejos de estrellas pelirrojas. Aquella noche las gotas de
agua que salpicaban los muros que enjaulaban a aquel manto plateado sabían a
alcohol y a cristales rotos. Aquella noche Florent quería olvidarse del mundo
un poco para siempre.
Los adoquines volvían a
mancharse con las sombras conocidas de un par de estudiantes que volvían a casa
muy tarde o salían de ellas muy pronto. Alain había planeado pasar la tarde con
Rémy y Chloé haciendo esas cosas que ellos hacían, como decía el pelirrojo,
aunque todo había finalizado con el rubio y el moreno esperando a la chica
en la biblioteca y declarando finalmente la misión abortada, así que estaban en
su derecho de ir a por un café y lo que decidiese surgir en las calles de
París. No hacía mucho que Alain se había despedido de Rémy y que sus pecas
habían desaparecido en la oscuridad tras un golpe amistoso en el hombro, un
gemido de dolor contenido por su parte y una carcajada demasiado melodiosa para
la nariz rota de los altos hombros que se tragaban las farolas del paseo.
Así que en aquel momento
Alain Louviere caminaba hacia su casa pasando la mano por la piedra del muro
que bordeaba el río, aunque bien podría haber estado caminando hacia ninguna
parte. De repente sus pasos se aceleraron a causa de una silueta conocida que
se balanceaba por encima del empedrado. Cuando la luz amarilla de las bombillas
le dejó ver el rostro pálido de Florent, sus mejillas sonrojadas como cerezas y
las profundas ojeras bajo sus ojos, se cruzó de brazos con esa cabezonería que
solamente Louviere podía tener. El chico delgado sonrió todavía más desde lo
alto. Se había quitado el jersey, que estaba atado a su cintura, y de su mano
derecha colgaba una botella prácticamente vacía. Alain no podía llegar a
descifrar su contenido, pero se sospechaba desde la distancia. Llevaba los
mechones naranjas recogidos pobremente en un intento de formar dos trenzas de
las que se le escapaban con descaro, como si un niño travieso se hubiese
ensañado con su pelo en el parque, cosa muy probable, conociéndole.
Pero más allá del cuadro
que se pintaba ante sus ojos, más allá del aspecto deplorable de Florent, Alain
no estaba enfadado. No tenía razón alguna. Si su ceño estuviese más fruncido, todo su rostro se
quebraría en mil pedazos. Parecía que iba a enseñar los dientes en cualquier
momento, pero seguía quieto, con un aspecto fantasmal causado por la luz
eléctrica, que destacaba la cicatriz que le cruzaba los labios de arriba abajo.
Si hubiese estado enfurecido, Florent no se inmutaría porque nunca había
llegado a temer su ira. Pero verlo así, cuando sus rasgos se iban
derritiendo en una mueca de preocupación, cuando le brillaban los ojos azules y
parecía que iba a saltar sobre él para ayudarle, le habría producido
escalofríos de haber estado lo suficientemente lúcido.
—Qué honor el mío, Louviere
ha vuelto a visitarme. Dos veces en una semana, ¡qué suerte estoy teniendo! —a
pesar de su sonrisa, sus palabras sonaban amargas y sabían a óxido.
—Estás borracho— no
parecía una acusación, más bien una evidencia. En su voz había un matiz de
alarma. La reacción normal de alguien que quería ayudarle, que le había dejado claro varias veces que no le odiaba. Porque no le odiaba, ¿verdad?
—Ah, bueno. Tal vez. Fallo
técnico. No me lo puedes recriminar, ¡nadie se puede negar al alcohol gratis!
—¿Qué has hecho, Florent?
—sus palabras fueron acompañadas por un gesto inconsciente de arrebatarle con
delicadeza la botella de las manos, pero el pelirrojo pegó un salto a la
izquierda que le hizo perder el equilibrio y por poco le tira al río. Alain
logró cogerle del jersey antes de que cayese de espaldas e inmediatamente
Florent se zafó de su agarre con la vaga brusquedad de un beodo.
—Ah, ¿es que no te había
contado nada Chloé? Pues… —se le atragantaron las palabras en el pecho—. Eso no
encajaba en vuestros planes, ¿a que no? ¡Pues no podéis arreglarme! ¡A ver si
os dais cuenta de una vez! ¡Ja! ¡Ahora sí que no puedes hacer nada, Louviere!
—las carcajadas borboteaban dentro de sus pulmones.
Silencio. Ni la noche de
París tenía una respuesta para los gritos de su gato diurno. Y aunque Alain
Louviere tuviese demasiadas palabras en los labios, se las había tragado de una
sentada al darse cuenta de que si abría la boca él también empezaría a gritar y
aquello no estaba bien. Así que, sin articular sonido alguno, sin dejar que sus
pensamientos comenzasen una batalla que Florent no podría ganar, pasó de largo
y siguió con su camino. El “Buenas noches” se le quedó entre pisada y pisada.
La mirada de reprobación se la guardó para la gran urbe que les servía de escenario. Aquella noche fue en la que de verdad Florent y su ciudad empezaron a creer en el miedo.
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