{ Dicen que cada molécula de nuestro cuerpo perteneció alguna vez a una estrella. Quizá no me esté yendo. Quizá este volviendo a casa. }

Gattaca.

Aunque esta vez si no respiro es por no ahogarme



13.2.11

El chocolate nos dejaba manchada la boca

Tal vez Cinnamon tuviese razón y el cielo oliese a alquitrán derretido.

Ella se removió en sueños, arrojando la almohada al suelo. Yo me limité a mirar hacia arriba, pero lo único que logré vislumbrar fueron los muelles salidos del colchón de la litera de arriba. Habían pasado muchos días desde la última vez que hablamos, bajo las chapas del patio interior.
Me abracé a mi mismo, girándome hacia la agrietada pared. Seguro que si dirigía mi rabia contra ella, estallaría en mil pedazos, al igual que Ada y su motocicleta voladora.
Dorian dejó caer una mano sobre mi espalda, sobrésaltándome. Asomé la cabeza y vi su pecho subir y bajar lentamente. Todavía seguía dormido.
Con sueño y sin ganas de dormir, me levanté, contemplando de nuevo a Lotti luchar contra sus enemigos oníricos. Cuanto la echaría de menos. Aunque, por otro lado, si la chica tenía razón, Ellos afirmaban que no se sentía nada después de eso, que ya no había Otro Lado para nosotros. Tampoco sonaba tan mal, al menos no recodaría a nadie.
Me tumbé en el suelo de la celda, hecho un ovillo, y sentí las punzadas de la todavía latente herida de mi abdómen. Levanté ligeramente la tela desgastada que un día fue una camiseta de Nueva York, comprobando con éxito que los puntos mal colocados no habían saltado.
La mezcla de dolor y silencio hiriente me hicieron compadecerme de aquellos que lo habían pasado peor. ¿Cuántas noches en vela habrían pasado Dorian o Cinnamon? Yo solamente llevaba una operación y ellos, por el contrario, se habían sometido a muchas más. Se me encogió el estómago al pensar en el pulmón derecho del joven que dormía justo encima mía.
Bueno, si aguantaba lo suficiente, pronto se acabaría todo. Pero... ¿de verdad quería morir? No me quedaba otra, Ellos lo habían dictado así, y era imposible escapar de sus garras.
Me levanté de nuevo, acercándome esta vez a los barrotes de hierro y apretando mi pecho cotra ellos. Ni me molesté en evocar todos aquellos momentos llamados felices, en los que salíamos al patio, olíamos las flores y tomábamos chocolate con Dulce y Ada. Tampoco me importó olvidar en aquel momento en viento en el pelo, los abrazos de Dorian o los chistes mal contados. Agarré las barras con fuerza, y me quedé así lo que me parecieron horas, hasta que escuché un chasquido que me produjo un inmenso alivio. Sonaba a cristales hechos pedazos.
Esbocé una sonrisa débil. ¿Quién querría robarme ahora un corazón roto?

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