El polvo de la casa se quedaba suspendido en los rizos
naranjas del chico tumbado en el suelo que se dedicaba a jugar con los tablones
de madera y a soplar las astillas que se le quedaban atrapadas entre los dedos.
En el sillón de la esquina, tapizado con una tela de flores estampadas
carcomida por el tiempo y la dejadez, se encontraba otro chico rubio, tumbado
sobre los reposabrazos y tejiendo una red de tallos de margaritas entre sus
dedos. La habitación se encontraba en tan silencio que prácticamente se podían
escuchar las respiraciones sincronizadas de ambos individuos. Ninguno de los
dos hablaba, ambos se limitaban a esperar, cada uno a su manera. El rubio se
entretenía con suspiros exasperados y una paciencia que chasqueaba los dedos
cada dos por tres, mientras el pelirrojo se dejaba caer de la misma forma que
las motas de polvo que les rodeaban.
En realidad no articulaban palabra porque ninguno quería
hablar primero. No se atrevían a romper el silencio porque eso solamente
significaba acordarse de a qué estaban esperando y de lo mal que estaba la
situación. Porque quizá para Hester no fuese tan mal plan rondar por las calles
de aquella ciudad como si fuese la dueña y señora de sus escombros, pero ellos
dos estaban allí esperando a alguien que en realidad sabían que no volvería y
aguantaban los latidos con el inútil deseo de que el tiempo se parase durante
unas horas.
—Oye, Mario —dijo al fin el rubio después de desperezarse y
hacer rechinar sus huesos contra el respaldo del sillón con un crujir de
incomodidad.
—¿Huh? —las astillas de los dedos del paliducho de los rizos
naranjas volaron al instante en dirección opuesta, impulsadas por el aire que
se colaba entre sus dientes en una
pregunta muda.
—¿Por qué te llaman Joschka?
—Es mi nombre —ni se dignó a levantar la cabeza, no porque
no considerase la pregunta o a su interlocutor importante, sino porque en el
tiempo que llevaban allí habían establecido esa rutina de silencios y gestos
invisibles. Cada uno sabía exactamente qué hacía el otro sin necesidad alguna
de mirarle mientras hablaban. Acompasaban sus respiraciones y entrelazaban sus
latidos como si de un viejo matrimonio se tratase. A pesar de que llevasen
solamente horas conociéndose.
—¿Y Mario?
—También lo es —hablar no era molesto. Lo molesto era estar
esperando y ayudar con las palabras a que la realidad les pegase de lleno en la
cara.
—¿No es alemán? Tú no eres alemán.
—No.
—Y te llamas Mario —las flores que cosía el rubio entre sus
dedos bien podrían haber tomado la forma de unos guantes a esas alturas.
—Lo sé. ¿A dónde quieres llegar a parar? —pero su tono no
era recriminatorio. El polvo que le acompañaba le indicaba al chico de las
flores que denotaba curiosidad.
—¿Y tu apellido? Orz… Orw…
—Orzechowski.
—¿De dónde es?
—Polaco. Como yo.
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