Todo podría haber comenzado el día en el que Fairfax salió a
correr demasiado tarde y se acabó quemando las mejillas. O el día en el que descubrió
—o le fue descubierta— la gran magia de los post-it y llenó tanto sus libros
como su casa de ellos. O el día que pasó por el veinticuatro horas a las tres
de la madrugada, después de un encuentro de negocios, y acabó comprando cuatro
litros de helado de chocolate y nueces. O quizá el día en que las pesadillas le
tiraron de la cama y decidió dormir en el suelo porque sus temblores hacían
chirriar el colchón. Aunque a lo mejor fue el día que se pasó con las gafas
puestas, en la ventana de su ático, intentando leer pero sin avanzar ni una página.
En realidad nada importaba demasiado, porque el tiempo corría muy rápido y
Fairfax se había torcido el tobillo en la playa, así que se había olvidado hacía
mucho de alcanzarlo.
Así que estaba despertándose en el suelo al medio día,
comiendo helado hasta altas horas de la noche y leyendo una y otra vez las
mismas frases con las gafas resbalándole por la nariz y las notas amarillas
cubiertas ya de tinta emborronada y letra pequeña. Y la única explicación que
había era que Fairfax se había cansado de correr. O simplemente que al
despertador se le habían acabado las pilas, quién sabía.
He descubierto este blog hace poco, y me encanta tu forma de escribir. Pero sobre todo me gusta este relato, el tema del tiempo me apasiona.
ResponderEliminarEspero seguir disfrutando de tu escritura :)